sábado, 9 de octubre de 2010

Sin Título I

Entre las calles Belvedelle y Ustoría pude ver a dos personas besándose de lo más apasionadamente posible, algo no muy grato para mí, ya que salgo de la casa con el pecho destrozado, mismo choque descomunal de sentimientos que bajaron desde mi cerebro hacia mi corazón. Pero desgraciadamente tengo que seguir caminando si es que quiero llegar a mi guarida de concreto para pensar en lo que acabo de hacer, claro, luego llorar.

Hace mucho frío para ser primavera, es extraño, y el no ver muchos carros postmodernos y carentes de seguridad ecológica me preocupa también. Pero bueno, estoy en Torrealva, ya nada me sorprende en este distrito carcomido por las masas indecentes que carecen de sentido común y les sobra mucho tiempo libre. Asi que sigo caminando hacia mi guarida -odio decir casa porque yo tuve una y la dejé hace mucho tiempo, haciendo referencia a mi familia- y poder acobijarme hasta obtener algo de sueño placentero junto con algunas lágrimas de amor abrupto y de frío coraje.

Al llegar, todo sigue como lo dejé hace unas cuantas horas, sucio, desprolijo, que le daría pena hasta el más andrajoso y mugriento vagabundo de la calle Novoa, conocida por sus bares paupérrimos y burdeles de la época del Rey Bizancio.

Me preparo un café, me siento en mi escritorio y al momento de prender la luz de mi lámpara lo primero que ilumina con celeridad es su rostro. Es una foto muy antigua de Cristina, demasiado antigua como para tenerla enmarcada y puesta solitariamente en mi lugar de trabajo. Recuerdo muy bien el día que ella me dio esa foto, pues yo la vi en su sala cuando vivía con sus papás hace varios años en Puerto Viejo, Callao.
Nunca me imaginé que llegaría a conocer a una chica de ese nivel de aristocracia mundana y poderosa, de padres exitosos -ambos economistas reconocidos mundialmente- y de muy buena educación universitaria. Claro, la Católica siempre fue demasiado buena para mí, tenía cierta preferencia por lo nacional, el encontrarme con caras que equivalen a un Perú. Pero bueno, siento que me salgo del tema y estoy yéndome por las ramas, como diría una amiga mía.

Al recordar todo eso, veo mis papeles con ciertas ideas escritas y apuntes dispersadas por toda la mesa. A veces me dan náuseas mi propio desorden, es espantoso, hasta da lástima, pero así pude vivir por 5 años estudiando Arquitectura y Urbanismo, y supongo que seguiré viviendo así hasta el fin de mis tiempos.

Así es, soy arquitecto de oficio, pero decidí probar otras cosas y ver la vida de una manera distinta, no tan tradicional y un poco más aventurera, como un niño cuando recibe su primer juego de Química. Pasé por las artes plásticas, periodismo, proyectos urbanísticos, hasta casi llego a fundar, con dos amigos, un estudio de diseño. Todo eso a una corta edad de 25 años. Ahora tengo 26, cumplí en Junio, y debo decir que no soy un fracaso para nada, eso no ha ocurrido en mi vida, seguramente como en otros relatos que empiezan con cierta denotación hacia la vida y las malas épocas que hicieron de uno un completo perdedor. Asi que sáquense de la cabeza esa idea, hasta les puedo decir que gano muy bien haciendo esos trabajos.

Siento que ya he contado bastante, volvamos a lo que supuestamente les interesa, y si no les interesa, no puedo hacer nada al respecto, sigan con sus vidas. Les contaré la razón por la que salí de aquella casa con ganas de recibir el relámpago más estruendoso y destructivo que ni el mismo Zeus inexistente podría crear.

Cristina y yo, Abel, hemos sido pareja por más de 5 años. Nos conocimos en la Facultad cuando recién habíamos ingresado, pero recién después de un año, logramos entablar una conversación amena y no tan forzada hacia la carrera. Entre gustos y colores, risas y sabores, caímos en una escena digna del Romanticismo más intrépido y jamás relatado por un ser humano, algo que me hacía sentir bien, sobre todo cuando estaba con ella. Era una comodidad tan inexplicable como el conteo de las galaxias cercanas o las lunas de Júpiter en sus recientes investigaciones. Era mi persona favorita, el bombeo celérico que mi corazón propagaba era descomunal cuando hacíamos el amor en la casa de mis padres. Su cabello rubio, lacio, y esa pequeña boca que emanaba las más dulces tertulias del planeta sólo eran el aperitivo de su persona.

...continuará